Sus ojos gritaban de su historia espinas borrosas y silentes. Yo no quería romper
esa tela transparente que se cocía entre nuestros cuerpos y por eso callé.
Callar para amarte más hondo; más desde el fuego. Más desde la tempestad que se
te acumulaba en el pecho y yo no me atrevía a escuchar. Tanto no me miraste
aquella noche que me empezó a doler el cuerpo y al día siguiente teníamos la
espalda llena de musgos y troncos viejos. Había nacido la calma. El día en que
hablamos por primera de Dios.
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